domingo, 29 de enero de 2017

Historias urbanas

El guardián



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Ud. comprenderá que prefiero ser fiel a los valores en los que me formaron mis padres. Les digo como hablando conmigo mismo... para qué vamos a estropear las excelentes relaciones que hasta ahora hemos construido por estos largos 20 años.  Por lo demás, la renuncia no es con “marcha atrás”, quiero ir hacia adelante al encuentro con mis circunstancias...

Hace casi dos años de aquel suceso y aún sigue nítido en mi mente. Sabía que las cosas se me iban a poner cuesta arriba pero, iluso de mí, creí que contar con un título universitario sería garantía para hallar empleo. Lo cierto es que aquí estoy, instalado en un cuarto de una modesta casa en un barrio periférico de Rancagua. Los dueños, una humilde familia de campesinos ahora transformados en extraños citadinos. Digo extraños, porque a pesar de los años que llevan instalados aquí, aún  sueñan con los tiempos vividos en el campo y mantienen su minifundio y la vetusta casa allá,  por los alrededores de San Carlos.

La casa, del tipo popular,  es parte de una gran construcción que ocupa toda la cuadra, la cual ha sido dividida en varios sitios donde albergan a familias de obreros de la construcción, mineros de la cercana mina de cobre “El Teniente”, comerciantes ambulantes, etc.  El barrio es de temer, comienza al norte de la intersección de las calles Victoria con República. Ya entrando, llama la atención las altas rejas de hierro que protegen las entradas de los modestos departamentos de tres pisos. Rejas se multiplican por doquier. Todo almacenero se refugia con sus mercancías tras gruesos barrotes. Parece un gran recinto carcelario con reos voluntarios que atienden a los “honestos ciudadanos” que circulan en libertad por las avenidas, abriendo una pequeña ventanilla.

El cuarto que arrendé está al fondo de dicha casa  ubicada en el pasaje 2, justo tras los bloques de departamentos que dan a la avenida principal. Éstos, se muestran desgañitados, de colores indefinidos y llenos de cordeles con ropas multicolores secándose pendidas al sol veraniego hacia la calle. En la parte posterior de los mismos, una alta valla, ora de metal, ora de panderetas de concreto encierran el reducido patio trasero. Alguna que otra puerta con grandes candados y perros famélicos y soñolientos dormitan a la sombra del muro echados aquí y allá.  

Casi frente a la casa donde moro, hay  un portón en la parte trasera de una vivienda que da a la avenida República y junto a él, un fiel guardián de color negro, raza indefinida, orejas lacias y colgantes, ojos legañosos y con grandes pelones originados por la sarna caballuna y el ejército de garrapatas que le sugan lo que queda de su antigua vitalidad: dormita frente a su caseta mugrosa y maloliente. Sueño fugaz, interrumpido por espasmos  dolorosos que le obligan a rascarse los pelones con las garras de las patas traseras, o bien volteando la cabeza para alcanzar con los dientes aquellos lugares donde sus patas no llegan. La vida pasa lentamente...

La casa es de madera, techo de placas de acero zincado. Originalmente era reducida, con un baño ubicado contiguo a la puerta de entrada y donde para darse vuelta hay que cuidar de no volcar los objetos de aseo ubicados sobre el lavamanos. Este es pequeño, montado sobre un soporte de metal mal fijado a la pared, por lo que es imposible afirmarse en él, ya que amenaza con caerse tras grandes sacudidas y temblorosos meneos  si ello ocurre. La ducha, ubicada sobre una esquina, es un cuadrado de 70*70 centímetros arrancado al cuarto contiguo. El inodoro de loza celeste carece de tapa por lo que hay que sentarse directamente sobre su fría superficie. Cada vez que entro, está con restos de orina que hiede sus pestilentes ácidos sulfurosos. Quiero pensar que no es por falta de higiene, sino para ahorrar en el consumo de agua. Sin embargo, me es imposible orinar allí sin antes dar la descarga para liberarme de sus fétidos hedores. Sigue luego una gran sala en lo que era originalmente toda la casa. Hace las veces de living-comedor donde hay una mesa con algunas sillas, seguida de un gran sofá de cuerina que parece el asiento trasero de un microbús. Por los costados dos sillones de schintz  estampado, sebiento, cuyo diseño ahora es casi indefinible  por las grasas acumuladas que lo hacen brillar a la luz mortecina que entra por la única ventana de escasas dimensiones que da al pasaje. Frente al sofá, un televisor conectado a un lector de DVD. Para encenderlo hay que darse maña moviéndolo o dándole palmoteos para conseguir que la pantalla se ilumine con imágenes ya que el botón de encendido está estropeado.

Es allí, donde pasa la mayor parte del tiempo mi hospedero. Un viejo setentón, magro, de pelo corto, hirsuto y semicano. De tez morena, mirada huidiza y escasa dentadura, tanto que el labio superior se muestra hendido por la carencia de incisivos superiores. Es don José Manuel, un viejo campesino jubilado asistencial, originario de los alrededores de la sureña ciudad de San Carlos. Es un hombre bueno como el pan, sin rasgos de malicia en su mente. Componen su familia su esposa, quien sufre depresión  razón por la cual pasa largos periodos en su antigua casa de campo ya que allí puede controlar su enfermedad  en forma más expedita y de paso se libra en parte de la penumbra sempiterna de las habitaciones en que se desenvuelve su vida cada vez que está acá, con su marido. Por ello, solo queda junto al viejo su hija menor de casi 18 años. Una jovencita hermosa: Ismenia, de rostro pequeño, pelo castaño liso y tez blanca. que está por terminar sus estudios de enseñanza media.

Dejo el cuarto temprano cada día, con la esperanza de dar con un empleo que me permita subsistir, el dinero se me acaba, y no quiero tener que llegar a casa de algún  pariente para que me albergue mientras consigo algo… pero hasta ahora nada.  es frustrante pensar que cuando se llega a los cincuenta, nadie quiera darte la oportunidad de trabajar, de demostrar que quienes llegamos a esa edad somos tanto o más eficientes que cualquier jovencito que recién comienza… pero claro, el empleador quiere pagar poco y no tener que encontrarse con un empleado que tiene sus mañas,  que sabe de sus derechos, que no resulta tan dócil como para conseguir que haga lo que quiere y como lo quiere, aunque para ello haya que trasgredir la moralidad o las leyes como me aconteció con las exigencias que me obligaran a tomar la decisión de renunciar. Y está también el incentivo del gobierno, si mi propio gobierno, por quien dejé los zapatos en las calles para conseguir votos para que resultara electo: el subsidio a la contratación de jóvenes. Si seré quemado…

Regreso cansado, ya pasadas las tres de la tarde, con retortijones de tripas vacías reclamando algún engaño. Una vez, al entrar al callejón,  me llamó la atención que  el viejo guardián estaba siendo alimentado por un mocetón de pelo motiento por falta de peine y agua, quien también le sobaba el lomo sin importarle los pelones ni las garrapatas, como si fuera su más querida mascota. Pasé frente a ellos y el tipo no me dio la cara. El perro por su parte agradecía sumiso engullendo con deleite los pedazos de pan que el rastafari  le prodigaba acuclillado junto a su caseta.

Al día siguiente, comienzo nuevamente mi rutina de aplanador de calles.  Al pasar por el lado opuesto al pasaje 2, la avenida República muestra sus matices; varios boliches abren las ventanillas de sus celdas para atender al público, con excepción de una humilde frutería y un local de internet que no disponen de rejas. También destaca una casa bastante más arreglada que sus vecinas, Pintada de blanco, con ventanas de vidrios ahumados y una alta reja en su antejardín con afiladas puntas que parecen  desgarrar las manos con solo mirarlas, mantienen a raya cualquier intento de los muchos ladronzuelos de profesión que pululan por el barrio. Después de alejarme un poco del lugar, en mi caminar cabizbajo hacia el centro de la ciudad, asocié que por el lado de atrás, justo  frente al portón donde monta guardia el quiltro carachento, el blanco también  destaca hacia el fondo  por encima del alto muro y se repiten las ventanas  de vidrios espejados y oscuros. El portón corresponde a la entrada posterior de la misma casa y el perro es mantenido allí por sus dueños.

Después de vagar en busca de avisos de contratación de personal, y enviar mi currículum por correo electrónico a diversas empresas, regreso por la tarde, algo más leve,  al cuarto donde  vivo. Cruzo algunas palabras con Don José Manuel, quien a veces me recomienda tal o cual empresa, entre ellas ir a El Teniente, para enrolarme en la mina, o bien visitar a algún conocido para que me de una mano. También me aconseja evitar las salidas cuando oscurece, pues en la esquina de la calle subyacente  se reúnen drogadictos y delincuentes para fumarse unos pitos  o asaltar a los desprevenidos visitantes  que osen incursionar en el barrio. En efecto, allí había visto al mismo rasta que alimentara al doliente can, acostado sobre el pasto fumando, con las pupilas dilatadas y expeliendo volutas de humo apenas visible y contemplando estático alguna que otra pequeña nubecilla extraviada en el verano.

Los días corren rápido cuando escasea el pan y el dinero se esfuma en los bolsillos, Con el cuerpo más liviano no sólo por la ausencia de monedas sino por ayunos forzados, ya casi me doy   por vencido,  Fue justo al regresar una tarde después de otro día incierto, cuando estaba por llegar al barrio que escuché un par de tiros. Al doblar la esquina para entrar al callejón algunos curiosos se aproximan con cautela. Un mocetón de unos 35 años con una barriga que excede por encima del cinturón de cuero y abre su camisa a rayas celeste y blancas  dejando a la vista un vientre velludo y blancuzco,gesticula con sus manos y maldice con palabrotas de grueso calibre el cuerpo ya inmóvil del guardián del Pasaje dos. - Quiltro hijo de la gran puta… te tenía aquí para que no entraran ladrones.,,

Con discreción entro en la casa  de Don José Manuel no sin antes mirar de reojo como el hombrón agarraba el cuerpo del perro por las patas traseras y lo metía no sin alguna dificultad en un saco regando el aire con garabatos, maldiciones y gotas de sangre canina.

Intrigado pregunto a mi hospedero que desde un canto de la ventana aún mira hacia el portón de enfrente sonriendo con ironía.

     -¿Qué fue lo que pasó don José?
Sonriendo aún me dice socarrón:
  • El malandrín de enfrente parece que tuvo su merecido.
  • ¿El perro?
  • No, mi amigo, el guatón ese. El perro al fin descansó de su calvario, era una pena como lo tenia ese rufián, Nunca se preocupó por la plaga de garrapatas y la sarna que lo estaban matando, le daba comida tarde mal y nunca, si no es por los vecinos, habría muerto de hambre hace tiempo.
  • ¿Pero cómo, lo mató a tiros?
  • No lo vi realmente, cuando miré por la ventana  el perro estaba en las últimas sacudidas  y estiró la pata más rápido de lo que canta un gallo. Pero sí, fue él quien le disparó, no cabe duda.
  • Ese tipo estaba realmente exaltado.
Comento para estimular la lengua ácida de don José.
  • Y era que no. Ese tipejo es un traficante, es quien le vende pasta base y marihuana a los muchachos del barrio, todos por estos lados le tienen miedo. Pero esta vez se fue por ojo... (*)
  • ¿Por qué? pregunto curioso.
  • Usted sabe que no tengo mucho que hacer, salvo ver televisión y mirar por la ventana...
Hoy estaba en eso cuando vi a un muchacho de trenzas, ese que suele estar en la esquina. -me señala el lugar apuntando con el índice- Llegó con naturalidad al portón  le hizo cariños al perro y después abrió el candado y entró “como Pedro por su casa”,(**) Pensé que estaba realizando algún pololo para el malandrín de enfrente. Estuvo dentro menos de media hora y luego salió con un paquete entre sus manos, cerró el portón aunque sin poner el candado y se fue tranquilamente. A esta hora debe estar muy lejos de aquí.
  • Entonces ¿Robó algo a su vecino?
  • Seguro. Se debe haber llevado  una provisión de droga para un año o más.
  • Con razón el tipo estaba echando chispas por los ojos, seguramente le sacó la película y cachó (***) que la casa estaba sola. Encierro la conversación como pensando en voz alta.

Me fui a dormir temprano aquel día, al siguiente perdería mi billetera con mis últimos pesos y todos mis documentos. No tuve otra alternativa que irme a vivir con unos familiares para seguir mi lucha por un empleo digno.





Mariscal, 23 de abril de 2015.-              D. João Ninguém.-


(*) Irse por ojo: expresión popular que significa salir chasqueado, o bien, tener un resultado    inesperado.
(**)  “Como Pedro por su casa”, frase usada en Chile para indicar  naturalidad o ausencia de dificultades.
(***) Cachar: en jerga popular mirar, ver, darse cuenta.

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